"Hace muchos años. Ahora, apenas me pongo delante de una puerta o
frente a un hombre que lleva su cartera en el bolsillo, me tiritan las
manos y todo se me cae, la ganzúa o el diario; y he sido de todo,
cuentero, carterista, tendero, llavero. Tal vez debería irme de aquí,
pero ¿adónde? No hay ciudad mejor que ésta y no quiero ni pensar quo
podría estar preso
en un calabozo extraño. Es cierto: esta ciudad era
antes mucho mejor; se robaba con más tranquilidad y menos peligros; los
ladrones la echaron a perder. En esos tiempos los agentes lo
comprendían todo: exigían, claro está, que también se les comprendiera,
pero nadie les negaba esa comprensión: todos tenemos necesidades.
Ahora...».
«No sé si ustedes se acuerdan de Victoriano Ruiz;
tal vez no, son muy jóvenes; el caso fue muy sonado entre el ladronaje y
un rata quedó con las tripas en el sombrero. ¡Buen viaje!. Durante años
Victoriano fue la pesadilla de los ladrones de cartera. Entró joven al
servicio y a los treinta ya era inspector. Vigilaba las estaciones y
estaba de guardia en la Central doce o catorce horas diarias. Para
entrar allí había que ser un señor ladrón, no sólo para trabajar, sino
también para vestir, para andar, para tratar. Ningún rata que no
pareciese un señor desde la cabeza hasta los pies podía entrar o salir, y
no muy seguido; Victoriano tenía una memoria de prestamista: cara que
veía una vez, difícilmente se le borraba, mucho menos si tenía alguna
señal especial».
«El Pesado entró dos veces, no para robar
sino a tomar el tren, y las dos veces Victoriano lo mandó a
investigaciones; no volvió más. Víctor Rey, gran rata, logró entrar una
vez y salir dos; pero no perecía un señor: parecía un príncipe; se
cambiaba ropa dos veces al día y las uñas le relucían como lunas. Salía
retratado en una revista francesa; alto, moreno, de bigotito y pelo
rizado, un poco gordo y de frente muy alta, parecía tan ladrón como yo
parezco fiscal de la Corte de Apelaciones. Conocía a Victoriano como a
sus bolsillos ––antes a venir se informó–– y la primera vez salió de la
estación con veinticinco mil pesos y varios cheques. Era el tren de los
estacioneros. Victoriano recibió la noticia como un joyero recibe una
pedrada en el escaparate. Ningún carterista conocido ni ningún
sospechoso entró aquel día a la estación ni fue visto en un kilómetro a
la redonda. No se podía hablar de una pérdida de la cartera; el hombre
la traía en un bolsillo interior del chaleco y Víctor debió
desabrochárselo para sacársela. No cabía duda. Victoriano recorrió en su
imaginación todas las caras extrañas vistas en ese día y esa hora.
Conocía a todos los estacioneros y gente rica de la provincia, y ellos,
claro está, también lo conocían. Al salir y pasar frente a él lo miraban
de frente o de reojo, con simpatía, pero también con temor, pues la
policía, cosa rara, asusta a todo el mundo y nadie está seguro de que el
mejor día no tendrá que verse con ella. Entre aquellas caras extrañas
no encontró ninguna que le llamara la atención. No se podía pensar en
gente mal vestida; los ladrones de toda la república y aun los
extranjeros sabían de sobra que meterse allí con los zapatos sucios o la
ropa mala, sin afeitarse o con el pelo largo, era lo mismo que
presentarse en una comisaría y gritar: «Aquí estoy; abajo la policía».
Los ayudantes de Victoriano lo sacaban como en el aire».
«¿Entró
y salió el ladrón o entró nada más? Lo primero era muy peligroso: no se
podía entrar y salir entre un tren y otro sin llamar la atención de
Victoriano y sin atraerse a sus ayudantes. Víctor Rey salió, pues venía
llegando, y bajó de un coche de primera con su maletín y con el aire de
quien viene de la estancia y va al banco a depositar unos miles de
pesos. Al pasar miró, como todas los de primera lo hacían, es decir,
como lo hacían todos los que llevaban dinero encima ––y él lo llevaba,
aunque ajeno––, a Victoriano, que estaba parado cerca de la puerta y
conversaba con el jefe de estación. Todo fue inútil: no encontró nada,
una mirada, un movimiento, una expresión sospechosa. La víctima le dio
toda clase de detalles, dónde venía sentado, quién o quiénes venían al
frente o a los dos lados, con quién conversó, en qué momento se puso de
pie y cómo era la gente que bajaba del coche, todo. Todo y nada».
«Victoriano
se tragó la pedrada y declaró que no valía la pena detener
preventivamente a nadie: el ladrón, salvo que fuera denunciado por otro
ladrón, no sería hallado. Víctor Rey, que supo algo de todo esto por
medio de los diarios, dejó pasar algún tiempo, dio un golpe en el
puerto, otro en un banco, y después, relamiéndose, volvió a la Central;
mostró su abono, subió al coche, se sentó y desde ahí miró a su gusto a
Victoriano, que vigilaba la entrada en su postura de costumbre, debajo
del reloj del andén, las piernas entreabiertas y las manos unidas en la
espalda a la altura de los riñones; se bajó en la primera estación,
llamó el mejor coche y se fue: siete mil patacones. Victoriano fue a la
Dirección y preguntó al jefe si era necesario que presentara su
renuncia; el jefe le preguntó qué le había picado. ¿Iba a perder su
mejor agente nada más que porque un boquiabierto dejaba que le robaran
su dinero? Ándate y no seas zonzo. Se metió el puro hasta las agallas y
siguió leyendo el diario. El Inspector volvió a la estación y durante
varios días pareció estar tragándose una boa. Alguien es estaba riendo
de todos. Y no es que Victoriano fuese una mala persona, que odiara a
los ladrones y que sintiera placer en perseguirlos y encarcelarlos; nada
de eso: no iba jamás a declarar a los juzgados; mandaba a sus
ayudantes; pero era un policía que estaba de guardia en una estación y
debía cuidarla; era como un juego; no le importaba, por ejemplo, que se
robara en un Banco, en un tranvía o a la llegada de los barcos y nunca
detuvo a nadie fuera de la Central. Su estación era estación. Llamó a
los ayudantes, sin embargo, y les pidió que fueran al Departamento y
tiraran de la lengua a todos los ratas que encontraran, por infelices
que fueran; era necesario saber si algún carterista extranjero había
llegado
en los últimos tiempos; y no se equivocaba en lo de extranjero. Víctor
Rey era cubano, pero no sacaron nada en limpio: nadie sabía una
palabra».
«Días después bajó de un tren de la tarde un señor
de pera y ponchito de vicuña y habló con el inspector. ¿Qué es lo que
sucede, para qué sirve la policía?, ¿hasta cuándo van a seguir los
robos? ¡Me acaban da sacar la cartera! ¡Tenía doce mil nacionales!
¡Cien, doscientas, quinientas vacas! Victoriano sintió deseos de tomar
un palo y darle con él en la cabeza; se contuvo y pidió al señor que se
tranquilizara y le diera algunos datos: qué o quién llamó su atención,
quién se paró frente a él o al lado suyo con algo sospechoso en la mano,
un pañuelo, por ejemplo, o un sobretodo. El señor no recordaba; además,
era corto de vista, pero sí, un poco antes de echar de menos la
cartera, percibió en el aire un aroma de tabaco habano. Se puso los
anteojos para ver quién se permitía fumar tan fino, pero nadie estaba
fumando cerca de él. Por lo demás, toda la gente que le rodeaba le había
parecido irreprochable. ¿Por qué va a ser sospechoso un señor que saca
un pañuelo o lleva un diario en las manos? Total: nada. Victoriano rogó
al señor que no dijera una palabra acerca del aroma del tabaco fino, y
el señor, a regañadientes, pues aquello le parecía una estupidez, se lo
prometió. De modo que se trataba de un fumador de finos tabacos...
Bueno, podía ser, y no se equivocó: Víctor Rey adoraba el tabaco de su
tierra y manejaba siempre en una cigarrera con monograma dos o tres
puros de la más fina hebra de Vuelta Abajo. Un fumador de buenos tabacos
debería ser un señor... ¿Cómo?».
«Se imaginó uno, pero sólo
la casualidad hizo que diera con el rata. Víctor Rey pasó a su lado sólo
minutos después de terminar uno de sus puros y llevando aún en los
bigotes el perfume del Corona; Victoriano recibió en sus narices de
perro de presa el aroma de que hablara el señor del ponchito. Se quedó
de una pieza. Lo dejó alejarse y se colocó de modo de no perderlo de
vista. Observó los movimientos; llevaba sobre todo en el brazo izquierdo
y un maletín en la mano derecha; dejó éste en el asiento, y ya iba a
dejar también el sobretodo, cuyo forro de seda era resplandeciente,
cuando vio que un vejete se acercaba; lo tocó a la pasada: llevaba una
cartera con la que apenas podía. Victoriano subió a la plataforma de un
salto, y cuando Víctor Rey, ya lanzado sobre su presa, se colocaba en
posición de trabajo y ponía una mano sobre el hombro del viejo para
hacerlo girar, sintió que otra mano, más dura que la suya, se apoyaba
sobre su hombro; viró, sorprendido, y se encontró con la cara de
Victoriano. El Inspector pudo haber esperado y tomar al cubano con las
manos en la masa, es decir, con la cartera del vejete en su poder, con
lo cual lo habría metido en un proceso, pero eso no tenía importancia
para él; no le importaba el vejete ni su
cartera, y apenas si le
importaba Víctor: lo que él quería era que nadie robase en su estación
ni hasta unas diez estaciones más allá de la suya, por lo menos. Víctor
Rey, por su parte, pudo haber resistido y protestar, decir que era un
atropello, sacar billetes de a mil, mostrar sus anillos, su reloj, su
cigarrera, pero, hiciera lo que hiciere, jamás volvería a entrar a
aquella estación. ¿Para qué entonces? El escándalo, además, no le
convenía. Sonrió a Victoriano y bajó del tren sin decir una palabra;
nadie se enteró de la detención de una rata que llevaba robados allí una
punta de miles de nacionales. Victoriano fue con él hasta el
Departamento, en coche, por supuesto, ya que Víctor se negó a ir de otra
manera, lo dejó en buenas manos y regresó a la estación fumándose uno
de los puros de Víctor. El rata se lo obsequió. Al día siguiente, Víctor
Rey fue embarcado en un vapor de la carrera Rosario-Buenos-Aires-Montevideo,
dejando en manos de la policía ––que no hubiese podido probarle su
golpe en la estación ni en los bancos––, sus impresiones digitales, su
retrato de frente y de perfil, sus medidas antropométricas ––como
decimos los técnicos–– y todos los puros que le quedaban».
«Victoriano
había ganado otra vez, pero no siempre ganaría; era hombre y alguna
falla debía tener. Un día apareció: miraba desde el andén cómo la gente
pasaba y repasaba por el pasillo de un coche de primera, cuando vio un
movimiento que no le dejó duda: alguien se humedecía con la lengua las
yemas de los dedos, es decir; había allí un ladrón que se preparaba para
desvalijar a alguien y que empezaba por asegurarse de que la cartera no
se le escurriría de entre los dedos cuando la tomase. (Es una mala
costumbre, muchachos; cuidado con ella). Corrió hacia la portezuela del
coche y subió a la plataforma; cuando miró hacia el pasillo el rata
salía por la otra puerta: escapaba; llegó a la plataforma y giró para el
lado contrario del andén, saltando a tierra. Victoriano retrocedió e
hizo el mismo movimiento; se encontró con algo tremendo: una máquina que
cambiaba línea había tomado al hombre, que yacía en el suelo, las
piernas entre las ruedas y la cara hundida en la tierra; en la mano
derecha tenía la cartera que acababa de sacar al pasajero. Victoriano
corrió, lo tomó de los hombros y tiró de él; era tarde; la máquina le
había destrozado la pierna derecha. El Inspector, que notó algo raro, la
palpó los brazos y descubrió que el desgraciado tenía un brazo
postizo... Gritó y acudió gente, empleados del tren, pasajeros, entre
éstos la persona recién robada, que el ver la cartera se palpó el
bolsillo, la recogió y volvió el tren, mudo de sorpresa. Victoriano, al
arrastrar el cuerpo del hombre que se desangraba, se dio cuenta, por
primera vez en su vida, de lo que representaba para la gente de esa
estofa: su papel era duro y bastaba su presencia para asustarlos hasta
el extremo de hacerlos perder el control.
Ese hombre era un ladrón,
es cierto, pero la sangre salía espantosamente de su pierna destrozada y
la cara se le ponía como de papel; se asustó y se sintió responsable.
Vinieron los ayudantes, se llamó a la ambulancia el herido fue
trasladado al hospital; Victoriano fue con él y no lo dejó hasta que los
médicos le dijeron que el hombre se salvaría: la pierna fue amputada un
poco más arriba de la rodilla. No volvió a la estación. Se fue a su
casa y al otro día, a primera hora, visitó al detenido. Pasaron los días
y conversé con él: el Manco Arturo había perdido el brazo en un
encuentro parecido, al huir de la policía en una estación. Robaba
utilizando el que le quedaba; cosa difícil; un carterista con un solo
brazo es como un prestidigitador con una sola maño. Robaba solo; le era
imposible conseguir compañeros: nadie creía que con un solo brazo y con
sólo cinco dedos sé pudiera conseguir jamás una cartera, mucho menos
unas de esas gordas que se llevan, a veces, abrochadas con alfileres de
gancho, en el bolsillo del saco. Era un solitario que vivía feliz en su
soledad y que por eso contaba con el respeto y admiración de las demás
ratas. Y ahora perdía una pierna...».
«Victoriano se hizo su
amigo y contribuyó con algunos pesos a la compra de la pierna de goma
que algunos rateros de alto bordo regalaron a Arturo. Conversó también
con ellos; jamás había conversado con un ladrón más de unos segundos;
ahora lo hizo con largueza. Arturo era un hombre sencillo; había viajado
por Europa, hablaba francés ––lo aprendió durante unos años de cárcel
en París–– y era un hombre limpio que hablaba despacio y sonriendo. El
inspector, que en sus primeros años de agente lidió con lo peor del
ladronaje, ratas de baja categoría, insolentes y sucios, seguía creyendo
que todos eran iguales; es cierto que había pescado algunos finos
truchimanes, especies de pejerreyes si se les comparaba con los
cachalotes de baja ralea, pero nunca se le ocurrió conversar con ellos y
averiguar qué clase de hombres eran, y no lo había hecho porque el
juicio que tenía de ellos era un juicio firme, un prejuicio: eran
ladrones y nada más. Arturo le resultó una sorpresa, aunque una dolorosa
sorpresa: nadie le quitaba de la mente la idea de que el culpable de
que ese hombre hubiese perdido una pierna era él y fue inútil que Arturo
le dijese que era cosa de la mala suerte o de la casualidad. No.
Después de esto empezó a tratar de conocer a los ladrones que tomaba y a
los que, por un motivo u otro, llamaban su atención en los calabozos
del Departamento. Se llevó algunas sorpresas agradables y recibió, otras
veces, verdaderos puntapiés en la cara, había hombres que hablaban y
obraban como dando patadas; desde allí la escala subía hasta los que,
como Arturo, parecían pedir permiso para vivir, lo que no les impedía,
es cierto, robar la cartera, si podían, al mismísimo ángel de la guarda,
pero una cosa es la condición y otra la profesión. Los mejores eran los
solitarios,
aunque tenían algo raro que algunas veces pudo
descubrir: el carácter, las costumbres, de dónde salían. Terminó por
darse cuenta, a pesar de todas las diferencias, de que eran hombres,
todos hombres, que aparte su profesión, eran semejantes a los demás, a
los policías, a los jefes, a los abogados, a los empleados, a los
gendarmes, a los trabajadores, a todos los que él conocía y a los que
habría podido conocer. ¿Por qué no cambiaban de oficio? No es fácil
hacerlo: los carpinteros mueren, carpinteros y los maquinistas,
maquinistas, salvo rarísimas excepciones».
«Pero faltaba lo
mejor: un día se encontró cara a cara con El Camisero, ladrón español,
célebre entre los ladrones, hombre, que a las dos horas de estar
detenido en una comisaría, tenía de su parte a todo el personal, desde
los gendarmes hasta los oficiales, pocos podían resistir su gracia, y si
en vez de sacarle a la gente la cartera a escondidas se la hubiese
pedido con la simpatía con que pedía a un vigilante que le fuese a traer
una garrafa de vino, la verdad es que sólo los muy miserables se la
habrían negado. Cuando Victoriano lo tomó y lo sacó a la calle, oyó que
El Camisero le preguntaba lo que ladrón alguno le preguntara hasta
entonces: ¿adónde vamos? Le contestó que al Departamento. ¿Adónde podía
ser? Hombre, creí que me llevaba a beber un vaso de vinillo o algo así,
por aquí hay muy buenas aceitunas. Dos cuadras más allá Victoriano creyó
morirse de risa con las ocurrencias del madrileño y siguió riéndose
hasta llegar al cuartel, en donde, a pesar de la gracia que le había
hecho, lo dejó, volviendo a la estación. A los pocos días, y como no
existía acusación de ninguna especie contra él, El Camisero fue puesto
en libertad, y en la noche, a la llegada del tren de los millonarios,
Victoriano, con una sorpresa que en su vida sintiera, vio cómo El
Camisero, limpio, casi elegante, con los grandes bigotes bien atusados,
bajaba de un coche de primera, sobretodo al brazo, en seguimiento de un
señor a quien parecía querer sacar la cartera poco menos que a tirones.
Victoriano quedó con la boca abierta: El Camisero, al verlo, no sólo no
hizo lo que la mayoría de los ladrones hacía al verlo: esconderse o
huir, sino que, por el contrario, le guiñó un ojo y sonrió, siguiendo
aprisa tras aquella cartera que se le escapaba. Cuando reaccionó, el
rata estaba ya fuera de la estación, en la calle, y allí lo encontró,
pero no ya alegre y dicharachero como la vez anterior y como momentos
antes, sino que hecho una furia: el pasajero había tomado un coche,
llevándose su cartera. ¡Maldita sea! ¡Que no veo una desde hace un año!
Tuvo que apaciguarlo. ¡Tengo mujer y cinco hijos y estoy con las manos
como de plomo! ¡Vamos a ver qué pasa!».
«Y nadie supo, ni en
ese tiempo ni después, qué más dijo el rata ni qué historia contó ni qué
propuso al inspector. Lo cierto es que desde ese día en adelante se
robó en la estación de
Victoriano y en todas las estaciones de la
ciudad como si se estuviera en despoblado; las carteras y hasta los
maletines desaparecían como si sus dueños durmieran y como si los
agentes no fuesen pagados para impedir que aquello sucediera. El jefe
llamó a Victoriano: ¿qué pasa? Nada, señor. ¿Y todos esos robos? Se
encogió de hombros. Vigilo, pero no veo a nadie; ¿qué quiere que haga?
Vigilar un poco más».
Se le sacó de la estación y fue trasladado a
los muelles. Allí aliviaron de la cartera, en la misma escala de
desembarcó, al capitán de un paquete inglés: puras libras esterlinas; lo
mandaron a un banco y el gerente pidió que lo cambiaren por otro: los
clientes ya no se atrevían a entrar; y allí donde aparecía, como el cien
ladrones aparecieran junto con él, no se sentían más que gritos de: ¡mi
cartera!, ¡atajen al ladrón!; un ladrón que jamás ara detenido. Se le
llamó a la jefatura, pero no se sacó nada en limpio, y lo peor fue que
se empezó a robar en todas partes, estuviese o no Victoriano; los
ladrones habían encontrado, por fin, su oportunidad y llegaban de todas
partes, en mangas, como las langostas, robando a diestro y siniestro,
con las dos manos, y marchándose en seguida, seguros de que aquello era
demasiado lindo para que durase; la población de ratas aumentó hasta el
punto de que en las estaciones se veía a veces tantos ladrones como
pasajeros, sin que por eso llevaran más detenidos al Departamento, donde
sólo llegaban los muy torpes o los que eran tomados por los mismos
pasajeros y entregados, en medio de golpes, a los vigilantes de la
calle, ya que los pesquisas brillaban por su ausencia. Los vigilantes,
por lo demás, no entraban en el negocio. Los jefes estaban como sentados
en una parrilla, tostándose a fuego lento. Intervino el gobernador de
la provincia. Se interrogó a los agentes y nadie sabía una palabra,
aunque en verdad lo sabían todos, muy bien, así como lo sabían los
carteristas: Victoriano y los demás inspectores y los agentes de
primera, de segunda y aun de tercera clase recibían una participación de
la banda con que cada uno operaba. Habían caído en una espantosa
venalidad, Victoriano el primero, humanizándose demasiado. Un día todo
terminó, y la culpa, como siempre, fue de los peores: el Negro Antonio,
que aprovechando aquella coyuntura pasara de atracador a carterista, sin
tener dedos para el órgano ni para nada que no fuese pegar o acogotar
en una calle solitaria y que no era en realidad más que una especie de
sirviente de la cuadrilla que trabajaba bajo el ojo bondadoso, antes tan
terrible, de Victoriano, fue detenido, borracho, en la Central: no sólo
intentó sacar a tirones una cartera a un pasajero, sino que, además, le
pegó cuando él hombre se resistió a dejarse desvalijar de semejante
modo. Era demasiado. En el calabozo empezó a gritar y a decir tales
cosas que el jefe, a quien se te pasó el cuento, lo hizo llevar a su
presencia ¿Qué estás diciendo? La
verdad. ¿Y cuál es la verdad? A ver
vos sos un buen gaucho; aclaremos. Y el Negro Antonio, fanfarrón y
estúpido, lo contó todo: Victoriano, y como él la mayoría de los
agentes, recibían coimas de los ladrones. Mientes. ¿Miento? ¿Quiere que
se lo pruebe? Te pongo en libertad incondicional. Hecho.
«El
jefe apuntó la serie y los números de diez billetes de cien pesos y se
los entregó. El Negro fue soltado, poniéndosele un agente especial para
que lo vigilara. Una vez en la calle, el Negro tomó un tren dos o tres
estaciones antes de aquella en que estaría Victoriano, llegó, bajó y a
la pasada le hizo una señal. Minutos después, en un reservado del
restaurante en que Victoriano acostumbraba a verse con El Zurdo Julián,
jefe de la banda, Antonio le entregó los diez billetes. ¿Y esto? Se los
manda El Zurdo; siguió viaje a Buenos Aires. El inspector se quedó
sorprendido: no acostumbraba a entenderse con los pájaros de vuelo bajo,
pero allí estaban los mil pesos, que representaban una suma varias
veces superior a lo que él ganaba en un mes, y se los guardó. El negro
se fue. Victoriano esperó un momento y salió: en la acera, como dos
postes, estaban dos vigilantes de uniforme que se le acercaron y le
comunicaron, muy respetuosamente, que tenían orden de llevarlo al
Departamento. Victoriano rió, en la creencia de que se trataba de una
equivocación, pero uno de los vigilantes le dijo que no había motivo
alguno para reírse; sabían quién era y lo único que tenía que hacer era
seguirlos. Quiso resistirse y el otro vigilante le manifestó que era
preferible que se riera: pertenecían al servicio rural, que perseguía
bandidos y cuatreros y habían sido elegidos por el propio jefe. Así es
que andando y nada de meterse las manos en los bolsillos, tirar
papelitos u otros entretenimientos Victoriano advirtió que el asunto era
serio y agachó la cabeza».
«En la oficina y delante del jefe,
lo registraron: en los bolsillos estaban los diez billetes de cien
pesos, igual serie, igual número. No cabía duda. Está bien. Váyanse.
Victoriano no negó y explicó su caso: tenía veintitrés años de servicio;
entrado como agente auxiliar, como se hiciera notar por su habilidad
para detener y reconocer, ladrones de carteras, se le pasó el servicio
regular, en donde, en poco tiempo, llegó a ser agente de primera, y años
después, inspector. Allí se detuvo su carrera, llevaba diez años en el
puesto y tenía un sueldo miserable: cualquiera de los estancieros que
viajaban en el tren de las 6.45 llevaba en su cartera, en cualquier
momento, una cantidad de dinero superior en varias veces a su sueldo
anual. Él tenía que cuidarles ese dinero, sin esperanzas de ascender a
jefe de brigada, a subcomisario o a director; esos puestos eran
políticos y se daban a personas que estaban al servicio de algún jefe de
partido. No podía hacer eso; su trabajo no se lo permitía y su carácter
no se prestaba para ello; tampoco podía pegar a nadie ni andar con
chismes o delaciones, como un matón o un alcahuete».
«Había
perseguido y detenido a los ladrones tal como el perro persigue y caza
perdices y conejos, sin saber que son, como él, animales que viven y
necesitan vivir, y nunca, hasta el día en que El Manco Arturo cayó bajo
las ruedas de una locomotora al huir de él, pensó o sospechó que un
ladrón era también un hombre, un hombre con los mismos órganos y las
mismas necesidades de todos los hombres, con casa, con mujer, con hijos.
Esa era su revelación: había descubierto al hombre.
¿Por qué era
entonces policía? Porque no podía ser otra cosa. ¿No le pasaría lo mismo
al ladrón? Luego vino el maldito Camisero: jamás, ningún ladrón, tuvo
el valor de hacerle frente y conversar con él; lo miraban nada más que
como policía, así como él los miraba nada más que como ladrones; cuando
tomaba uno lo llevaba al cuartel, lo entregaba y no volvía a saber de él
hasta el momento en que, de nuevo, el hombre tenía la desgracia de caer
bajo su mirada y su amo y jamás una palabra, una conversación, una
confidencia, mucho menos una palabra afectuosa, una sonrisa. ¿Por qué?
El Camisero fue diferente; le habló y lo trató como hombre; más aún, se
rió de él, de su fama, de su autoridad, de su amor al deber: ése era un
hombre. Había recibido dinero, sí, pero ése era otro asunto: el jefe
debía saber que en su vida no había hecho sino dos cosas: detener
ladrones y tener hijos, y si en el año anterior había detenido más
ladrones que otro agente, también ese mismo año tuvo su undécimo
hijo...»
«El jefe, hombre salido del montón, pero que había
tenido la habilidad de ponerse al servicio de un cacique político, lo
comprendió todo, las cosas, sin embargo, ya no podían seguir así y
aunque estimaba a Victoriano como a la niña de sus ojos, ya que era su
mejor agente, le hizo firmar la renuncia, le dio una palmadita en los
hombros y lo despidió, y aquella noche, a medida que los agentes
llegaban al Departamento a entregar o a recibir su turno, fueron
informados de su suerte: despedido, interino; confirmado... Victoriano
vive todavía y por suerte para él, sus hijos han salido personas
decentes. Aurelio es su hijo mayor. ¿El Negro Antonio? El Zurdo Julián
le pegó una sola puñalada».
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